"Cuenten con nosotros"

Proyecto de Cátedra de la cátedra Lenguaje Visual 3 - Fac. Bellas Artes. La Plata

Tuesday, May 12, 2009

Cuestión de estética

Soy un perro triste, ya lo acepté. Y no pretendan una gran historia porque todo lo que les cuente va a terminar como el principio. Aunque puedo esforzarme un poco y decirles que además de triste soy dálmata, y que esta cuestión comenzó cuando me fueron a buscar al criadero donde nací.
La señora nos observaba con ojos desconfiados. Éramos cinco cachorros hermanos. Y a pesar de que los perros sólo entendemos la entonación con la que se dicen las palabras, yo enseguida comprendí que la mujer quería un perro que no fuese bochinchero, menos que menos saltarín y ni que hablar de que demostrase su cariño a los lengüetazos. Era obvio que la señora sabía muy poco de perros y había venido al criadero equivocado: los dálmatas somos conocidos por el entusiasmo que llevamos en el cuerpo; es como electricidad desde las orejas hasta la punta siempre atenta de nuestra cola. Pero yo, desesperado porque me eligieran y me sacaran de esa jaula, le guiñé un ojo a mis hermanos, bajé las orejas, me derrumbé en un rincón y con una pata me apreté los pliegues de la frente haciéndome el aturdido “por tanto ladrido innecesario”.
De pronto, me di cuenta de que unas manos me alzaban y escuché a la señora repitiendo “¡éste es justo lo que yo buscaba!”. ¿Se imaginan mi alegría? Bueno, yo después de ese momento sólo me la he podido imaginar pero nunca la volví a sentir. Creo que hice tanta fuerza por parecerme al cachorro que pedían y que así me adueñaran, que lo que aparentaba de afuera se me fue metiendo para adentro, y así quedé: ¡Triste!

Después de instalarme en mi nueva casa, intenté volver a ser un buen ejemplo de dálmata. Una vez encontré una pelotita de tenis, la mordí y la llevé hasta la pierna de mi dueño que estaba mirando muy de cerca lo mismos papeles que me ponían en el piso para dormir. Se me ocurrió estornudar para avisarle que estaba ahí y terminé solo –como perro malo– en el balcón vacío, y sin siquiera un trapo para morder.
En cambio, a mi dueña le encantaba mostrarme a sus amigas. Me llamaba y me pedía que hiciera mi gracia. Yo me tiraba al piso como perro muerto y todas suspiraban y me acariciaban, “qué divino”, “qué divino”, “qué divino”. Así es como fui entendiendo.
El mayor problema con esta tristeza era que en el momento menos pensado se me transformaba en malhumor y ahí sí que no me soportaba nadie, ni yo mismo. Era algo que no podía controlar: cuando los chicos se me acercaban en la calle gritando que yo era como el de la película, les gruñía sin razón, y en vez de esperar hasta la plaza, hacía mis necesidades justo en el medio de la vereda para que embadurnaran bien al primero que pasase. Entonces, la patada se me venía encima seguro, pero ya me daba lo mismo. Al fin y al cabo, detrás de todo mi enojo siempre se escondía la misma tristeza. ¡Es que estar triste me sacaba de quicio!
La cola se me terminó de caer después de una vez en que había venido mucha gente de visita y sirvieron una torta que nadie comió. Cuando me la tiraron en el plato, mi dueña me dijo “¡comete tus pelos! Y volvé a revolear la cola mientras cocino y vas a ver lo que te espera…”
Comerme la torta no fue buena idea porque a la tristeza que cargaba se le sumó un dolor de panza terrible. Sin resistirme siquiera, me dejé llevar al veterinario. Mientras me revisaban, la dueña señaló la punta de la cola bien parada de un dálmata pegado en la pared. ¡Por fin iban a hacer algo para que yo no anduviese todo el tiempo con la cola marchita! De nuevo, no pude sentir la alegría pero al menos me la imaginé por segunda vez cuando mi dueña me leyó el aliento y le respondió al veterinario que sí, que me operara: me harían una cirugía estética. ¡Era justo lo que yo necesitaba! Lo sabía porque hacía muy poco la prima de mi dueña se había esteticado algo en el cuerpo. Y cuando vino a mi casa a mostrarnos los cambios, se agarró el pecho con una mano en cada lado como si tuviera dos corazones y nos dijo a todos: “estoy contenta como perro con dos colas”.
A mí no me importaba el aspecto de la nueva cola, hasta podía ser con motivos de cebra que yo no me iba a quejar. Tampoco me preocupaba cómo iba a lograr mover las dos colas sin que se chocasen en el medio. “Cósanmela con hilo blanco o negro, me da lo mismo, pero quiero estar contento”, pensaba a cada rato.
El veterinario aseguró que la operación había sido un éxito, y que la cola estaba cicatrizando perfecto. Yo no podía verme porque me habían disfrazado de embudo poniéndome una pantalla de velador en el cuello. Supuse que era para aumentar mi expectativa y lo lograron, porque durante el tiempo que pasó hasta poder verme, anduve irreconocible: chocho de mi vida de perro.

Pero como ya les avisé, todo termina como el comienzo: ahora soy un perro dálmata, triste y con una cola del tamaño de un rulero. Eso sí, siempre imagino la alegría que tendrá el pichicho que vaya por ahí, moviendo la misma cola que a mí me cortaron.

Liza Porcelli Piussi
lizaporcelli@yahoo.com.ar

1 Comments:

At 3:27 PM, Blogger Carlos A. said...

Yo justo, en Bellas Artes, me dieron este mismo cuento para que lo ilustre. Esperemos que salga bien, y felicito a su autora. Yo simplemente soy uno de varios estudiantes que elegimos justo este cuento como parte de un práctico.

 

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