La gomita del pelo
Y de nuevo a correrlo por entre los bancos del aula. En el 6° B, los recreos son los mejores momentos para jugar y contarnos los chismes de una hora a la otra. Al menos tres veces por día me la paso persiguiendo a Francisco para que me devuelva la gomita del pelo. Se le hizo una costumbre esperar a que me distraiga, acercarse despacito y hacer que lo persiga por toda la escuela con el pelo suelto.
Parece un juego tonto ¿no? Al principio no entendía por qué Francisco me fastidiaba tanto. Y un día cuando la maestra de Lengua se me acercó en un recreo al verme refunfuñar y cruzada de brazos, me dijo: “Camila, Francisco te molesta porque no sabe de qué otra manera acercarse a vos”.
Me puse tan colorada que ni le contesté y me fui corriendo al baño para esconderme en algún lado. Cuando sonó el timbre para volver al aula, me vino a buscar mi amiga Elena. “Salí tonta que nadie sabe nada, vos sola escuchaste lo que te dijo la maestra y ahora me lo contás a mí. No pasa nada, salí que nadie se va a enterar”.
Los días en que me recogía el pelo hacia atrás sabía que iban a ser una molestia. Pero mi mamá no me dejaba que lo llevara suelto para que no me contagiara los piojos. ¡Como si distinguieran los pelos sueltos de los atados!
A Francisco le divertía molestarme, o como dijo la maestra Lidia, llamarme la atención. Pero yo prefería que él se acercase de otra manera. Tenía que charlar con Elena para que inventemos algún plan y que él se diera cuenta que me gustaría que fuésemos amigos.
Ese viernes, después de la escuela, nos juntamos en la plaza con Elena. Nos pusimos a divagar hablando sobre el próximo baile que estábamos organizando y lo poco que faltaba para que terminase el año. Después de un rato, llegaron los chicos para jugar al futbol en el campito. Fue cuando nos dimos cuenta que nos habíamos juntado para planear una estrategia con Francisco. Esa tarde ya me había sacado la gomita del pelo, no había excusas para que él se nos acercara. Nunca lo hacía cuando estábamos charlando con Elena. Desde ahí lo veíamos. El estaba sentado en un banco frente al nuestro que se encontraba del otro lado del campito donde el resto jugaba.
“Podrías escribirle una notita, se la dejas en su cartuchera y que lea que vos supones por qué te saca la gomita todos los días, y así se pondría tan colorado que lo dejaría de hacer”. Ay no sé, Elena…
La escuchaba hablar y hablar y sin quererlo, yo estaba buscando a Francisco en todos los chicos que jugaban a la pelota. Me dio vergüenza interrumpirla.
No me acuerdo si alguna vez lo había visto así, solo y tranquilo. Lo cierto es que esa tarde no estaba con sus amigos y la pelota, sino que se había sentado en el banco, mirando hacia el piso y moviendo sus pies de un lado a otro.
Era el momento de hablar sobre la gomita del pelo. Así que sin decirle una palabra a Elena, me levanté, recorrí el campito por el borde y llegué al banco donde estaba Francisco, que se entretenía escribiendo con una ramita en la tierra.
No me había visto llegar. Lo sorprendí sentándome a su lado. Desde ahí se veía todo distinto. Elena ya estaba en la hamaca y me esperaría para que le cuente. Ella había entendido, parece, si no me hubiese hecho mil preguntas cuando me levanté del banco.
Francisco siguió mirando el piso y moviendo los pies. Sabía que era yo la que me había sentado junto a él, pero pareció no importarle. Pasó un largo minuto sin que ninguno dijera una palabra. Yo miraba el partido haciendo que me interesaba por cómo iban. Al rato me acercó la mano. Entrecrucé mis dedos en su mano y, esta vez, los dos nos quedamos mirando el partido, moviendo los pies.
Por Luciana Schwarzman
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