LA INVASIÓN DE LOS MOSQUITOS
En la puerta del rancho, Don Ataulfo Magallanes enciende su cigarro y se acomoda en la silla de paja.
Es el mejor cuentero que tiene Sauce Viejo Y hay que ver la cantidad de cuenteros que pululan por esa zona. Son tantos, que hasta uno cree que es cuento la vida en Sauce. Pero no es así. Todo es verdad acá, hasta los hechos relatados por Don Ataulfo.
Los chicos, con el jarro de mate cocido en una mano y una rodaja de pan con dulce en la otra, se ubican alrededor del narrador y lo escuchan poniendo esa cara que ponen los chicos cuando algo los entusiasma.
El hombre recorre los ojos de sus espectadores, y comienza:
-Yo nunca me voy a olvidar cuando los mosquitos invadieron Sauce Viejo.- Entrecierra los ojos mientras el humo del cigarro forma una nube en su cara dándole más dramatismo a lo contado.
-¿Fue muy grande la invasión?-preguntan los chicos.
-Puf…Ustedes ni se imaginan. Una mañana nos despertamos con el río lleno de camalotes y de ahí empezaron a bajar. Venían en buques torpederos por la arena de la playa. Eran unos aparatos que habrían sus compuertas ni bien tocaban tierra firme y empezaban a escupir, a vomitar mosquitos para todos lados. Uno para allá, otro para acá…
-¿Eran agresivos don Ata?
-Agresivos es poco…Eran unos bichos horribles que venían armados con artillería pesada…No zumbaban despacito como los mosquitos comunes. Tenían unas bocinas que vibraban como cinco helicópteros de los que aparecen en las películas. Y lo hacían a toda hora. Desde la noche hasta la noche. Sobrevolaban como locos todas las quintas y el campo. Mi mujer y yo cerrábamos las puertas y las ventanas. Las trancábamos con llave y después le arrimábamos muebles y apilábamos ladrillos para asegurarlas. Pero los mosquitos se las ingeniaban para entrar igual, igual que si estuviera todo abierto.
Ataulfo casi ni mueve la cabeza, oteando el horizonte, como esperando la llegada de los mosquitos evocados en el relato.
-¿Picaban fuerte?
-No sabe m’hijito… Con dos que te picaran ya te tenían que trasladar al hospital por una transfusión. No eran mosquitos: eran bombas extractoras con alas.
-Pero… ¿no los podían matar con las manos?
-Nooo…-se ríe Don Magallanes.-Si eran mosquitos preparados para la contienda. Yo los espié un día en el camalotal entrenando antes de uno de los combates. Los tipos hacían malabarismos y ejercicios aeróbicos con los adoquines de la vereda. Cruzaban el río Coronda a lo ancho, cinco veces seguidas, estilo crol, respiración bilateral cada tres brazadas, a ritmo sostenido. Daba gusto. Ni en la Santa Fe-Coronda se veían nadadores en mejor estado.
Por ahí hace una pausa para dejar que los chicos tomen un trago de mate cocido. Después sigue.
-También hacían vuelos de práctica a la siesta. Eso había que verlo. Los pescadores se escondían entre los árboles. Rajaban enredándose con las tanzas y los anzuelos. Una vez, a Teresa, la costurera que estaba tomando mates en la orilla con su marido, se le desacomodaron los ruleros en la escapada. Los zancudos cruzaban de una punta a la otra de la costa a toda velocidad. A una rubia que estaba tomando sol en una lancha le arrancaron el corpiño de la malla. Eran unos bichos del demonio.
-¿Y a la noche?-preguntó otro chico llevándose un trozo de galleta a la boca.
-A la noche era peor. Empezaban desde temprano a dar vueltas por las casas, buscando presas para su apetito interminable. Aguardaban a que la gente estuviera distraída, escuchando el partido de Colón por la radio o trajinando con algún vermouth. Ahí bajaban. Casco de metal en mano, desplegados los alerones, en círculos sobre la carne adobada del asado y las ensaladas recién hechas.
Don Ataulfo Magallanes se cachetea los brazos porque el solo recuerdo de esos días aciagos le da la sensación de piquetes.
-Una noche de esas, me acuerdo patente, un grupo comando se había ocultado detrás de la maseta de ruda. Esa.-ratifica señalando la plantera que tiene al costado del aljibe.-Yo los ví descender y armar el campamento entre las ramas. Usaban máscaras antigases porque ustedes saben que con el olor de la ruda nadie pueden… ni los mosquitos. Pero los muy maullas estaban ahí, entre las hojas, parecían disfrutar de ese refugio pestilente. Yo me acerqué a la maceta con un cigarro prendido, meta mandarles humo para espantarlos. Pero los mosquitos en lugar de caer muertos, se me despanzurraban de risa, se les caían los cascos de las carcajadas y hacían sonar las alas burlándose de uno. Fueron días muy duros para este gaucho. Nada parecía hacer efecto sobre los bichos. Mi mujer quemaba trapos a cualquier hora para ahuyentarlos. Un día quemamos un mantel; otro, dos frazadas; otro, cinco carpas estructurales con caños y todo…
-¿No se iban?
-¡Qué se van a ir! ¡Si estaban hasta más gordos los mosquitos! Se paraban en el marco de la puerta a desfilar con una orquesta propia que habían armado. No hay nada que dé más rabia que ver desfilar a un mosquito delante de las propias narices.
-¿Y cómo se fueron?
El viejo Magallanes levanta los ojos y le da una larga pitada al cigarro.
-Fue por los sapos. Todavía recuerdo la gran invasión de sapos que hubo en Sauce Viejo. Tiempos bravos que valió la pena vivir para contarlos.
-¿Llegaron con alguna crecida del río?
-Se bajaron de los camalotes. Una noche el río se llenó de camalotes y de entre las hojas empezaron a salir sapos de todos los tamaños y colores. Importados y nacionales. Había sapos verdes, marrones, lilas.
-¿Sapos lilas Don Ataulfo?
-Como lo oye amiguito, lilas y rosados con pintitas celestes. De todo había en esa caravana de bestias croantes que pasaban de una cuneta a la otra buscando comida.
-Como lo oye amiguito, lilas y rosados con pintitas celestes. De todo había en esa caravana de bestias croantes que pasaban de una cuneta a la otra buscando comida.
Uno de los chicos, que ya comienza a desconfiar de la historia, mira al cuentero con ojos pícaros.
-Pero… ¿de los camalotes no habían bajado los mosquitos?
-Efectivamente. Los sapos venías de otra flota. Y se venían enojados porque los mosquitos no los habían dejado dormir. Así que empezaron a bajar, meta lengüetazo pelado a los zumbones. Era un contento las lenguas de los sapos cruzando encima de nuestras cabezas como cintas de acero, atrapando puntitos en la oscuridad. Fue una masacre. Unos días después, todos los mosquitos estaban muertos y los pocos que quedaron se habían ido río abajo, nadando sin pararse ni a respirar. Y por las calles de Sauce Viejo sólo se podían ver los sapos de todos los tamaños, durmiendo, con la panza enorme. Croando de vicio, al sol, porque ya no tenían hambre.
-¿Y cómo se fueron los sapos que no hay ninguno ahora?
El viejo apaga el cigarro con el taco de la bota y se pone de pie porque la patrona lo llama a tomar unos mates.
-Eso fue cuando invadieron los perros… pero otro día les cuento.
Los chicos, terminada la merienda, organizan un partido de fútbol. De pronto escuchan unos ruiditos entre las masetas. Acercando la oreja, pueden sentir una charla. Al descorrer las hojas de los helechos ven a un mosquito muy viejo, con una barba espesa y un cigarro en la boca. Lo rodean unos cuantos mosquitos chicos que lo escuchan con atención.
-Sapos…camalotes…llegaron…río…
Es que en Sauce Viejo, hasta los bichos más pequeños tienen quien les cuente historias durante la merienda.
Autor. Miguel Ángel Gavilán
Santa Fe
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