Ese lunes
Ese lunes habré tomado, a ver… creo que fue el tren de las cinco y setenda y dos. Sí, porque era verde con lunares blancos.
Como tengo abono mensual, no tuve que sacar pasaje. Subí y me acomodé antes de que arrancara. Aunque igual, a ese tren se puede subir y bajar en movimiento y no está prohibido sacar la cabeza por la ventanilla ni apoyarse en las puertas del lado del andén.
Yo iba eligiendo y, como cada lunes, me bajé en la estación que más me gustó. Y busqué un kiosco en el andén. Lo encontré. Vendían chicles de batata, alfajores de dulce de cardo, turrón de choclo, garrapiñadas de cuero, qué sé yo. Al final me llevé una bolsita de plumas merengadas, de lo más esponjosas. Y salí de la estación y empecé a recorrer.
Por suerte, las veredas se podían navegar sin inconvenientes y pude ver que algunos árboles todavía usaban pantalón corto y que casi todos los semáforos necesitaban una afeitada urgente. En las vidrieras se podían plantar hélices de aviones, pero en los jardines no, porque justo estaban floreciendo los fideos.
Me puse a sacarle fotos al plumero ilustre de la plaza principal, cuando empezaron a llover papas fritas de diferente grosor.
Por suerte, una señora me invitó a entrar en su casa hasta que parara un poco. Yo la reconocí enseguida por el color de las uñas: era la madre de mi amiga Paulita, así que acepté.
Entramos esquivando papas fritas, cuando ¿qué veo? A Paulita llorando vinagre.
-¡Van a venir los Inspectores de Aves Cluecas!- moqueaba- ¡Nos van a echar del país!
Yo no entendía por qué y no entendí hasta que Paulita me llevó a su cuarto. Abrió la puerta de la mesita de luz y ¿qué había?... una gallina bataraza. Y ¿qué le habían nacido?.. seis pollitos.
La madre se puso a llorar jugo de limón.
-¡¡Cómo pollitos!! ¿No habrá estado empollando huevos, no?
-Ssssí…- se avergonzó Paulita- Le puse seis…
Ah, la tuvimos que retar entre la madre y yo.
-¡Sos un desastre! ¡Un desastre! Si le ponés seis huevos, ¿qué pretendés que le nazcan, a ver?
A Paulita le dio otro ataque de llorar vinagre y la madre lloraba lechuga amarga.
En eso, el timbre.
Corrimos a espiar por la ventana. ¡Y eran los Inspectores de Aves Cluecas!
La madre se secó con un repasador las lágrimas amargas de lechuga y los fue a atender. Les sirvió jugo de triciclo con bocaditos de corcho en almíbar para darnos tiempo.
Había que encontrar una solución muy rápida y ¡ya está!
Convencimos a la tortuga de agua para que se hiciera cargo de los seis pollitos y, en el nido de la gallina acomodamos:
*Una naranja celeste.
*Un jarrón chino.
*Un casco de astronauta.
*Dos saleros.
*Y una sandía chica.
La gallina se echó justo a tiempo porque los Inspectores, mascando el último corcho, entraron a inspeccionar. Todo en regla: sellos, fecha, firma y chau.
A la media hora nacieron: un canario flauta, un sapo violeta, un ciervo, dos pantuflas y un bombero voluntario.
A Paulita y a su madre las condecoró el Municipio y me lo estaban agradeciendo con lágrimas de extracto de vainilla, cuando vi que perdía el tren. Tuve que correr para alcanzar el de las veintisiete y treinta y dos.
Desde la ventanilla las saludé con el pañuelito de arena movediza que me había bordado la mamá de Paulita. Con hilos de corazón de alcaucil lo había bordado. Y de un color tirando a silbidito pálido.
Hermoso, la verdad. Hermoso color.
Iris Rivera
Autobiografía:
Mi papá Oscar y mi mamá Betty aseguran que nací en Buenos Aires, en el mes de junio y en el año 1950. Se acuerdan bien porque ese día hacía frío, había niebla y mi papá se compró un sombrero para festejar.
A los seis años fui a la escuela Nº 9 de Longchamps, de eso ya me acuerdo yo. Y del escándalo que armé el primer día de clases se deben acordar todos los vecinos (los sobreviviente, claro, que no han de ser muchos).
Después de eso, la escuela me empezó a gustar, así que trabajé como docente hasta que tuve ganas de jubilarme (y edad). La gente siempre me señaló que ser docente es una forma segura de ganar poca plata. Entonces me puse a escribir libros, que es otra forma de ganar poca plata, aunque no tan segura.
Hoy por hoy soy una señora seria (a veces) que odia la cocina y los números, y ama los chicos y las letras.
Tengo fascinación por las palabras. Me parece que saben más que nosotros. El lenguaje tiene tanto de andar rodando... seguramente sabe más. Por eso lo combino de maneras diferentes, lo mezclo y lo barajo, lo doy vuelta, lo palpo, lo estrujo, lo acaricio. También lo dejo estar y lo distraigo. Para desprevenirlo. Para que así, sin darse cuenta, de repente suelte algún secreto.
Me parece que escribir literatura se trata de eso. Y leer literatura también se trata de eso.
Escribir es andar por ahí paseando la mirada. La sacás a pasear y la mirada salta, sobrevuela, pavea… pero en alguna cosa se detiene. Como si esa cosa, ese día, tuviera imán. Ese día, porque pasaste por ahí durante años y es la primera vez que la mirada para.
Entonces vas y le hacés caso, porque por algo será. Y algo comienza ahí, algo anotás, algo escribís. Algo que quiere ser palabra es dicho, empieza a decir-se.
Y leer es como darle fuego a una ollita de maíz pizingallo. El fuego es tu mirada de lector. A medida que tu mirada pasa y pasa, los granitos toman temperatura. Uno después de otro, empiezan a abrirse. El sentido estalla acá y ahí y allá. Y movés la ollita y cada vez estallan más rosetas. Muestran lo que escondían. Algunas se abren a medias. Algunas no se abren por ahora. O no se abrirán nunca, qué sé yo. Protegen el misterio.
( Disculpá, ya tomé el rumbo de las plantaciones de alcauciles. Vuelvo al formato de la autobiografía). Tengo también un hermano, un esposo, dos hijos, cuatro sobrinos y un nieto por el que bailo de cabeza, como debe ser. He sido y soy cuñada, nuera, suegra, amiga, vecina y conocida de tanta gente… Con todos esos cargos, no se puede desempeñar demasiado bien ninguno, creeme. Así que con el de escritora, bueno, se hace lo que se puede.
El de docente, ahora que estoy jubilada, me lo juego todo a los talleres de lectura y escritura. Me encantaría parecerme a mi maestra, Laura Devetach, pero se me hace que ni ahí. Gracias si me parezco a mí misma y bastante trabajo que me da.
También soy de visitar escuelas para no sentirme taaaaaan jubilada y porque cualquier escuela tiene como un gustito a “mi casa”, eso es así. El Plan Nacional de Lectura a veces me convoca para andar conferenciando de estas cosas por ahí.
Y así ando: que leo, que escribo, que hablo, que voy, que vengo. Acá tendría que poner otros trabajos que hago o hice y los títulos de algunos libros, pero para qué, si con hacer clic en el ícono de al lado, ya encontrás todo eso. Anoto nomás el último libro que escribí, que no vas a encontrarlo porque todavía no salió. Se llama “El mono de la tinta”. Este es un mono chino que se sienta al lado del que escribe y espera a que termine para tomarse lo que sobra en el tintero. Es un mono milenario del que habla Borges en “El libro de los seres imaginarios” ¿lo conocés? Qué trabajo con ese mono. Se me escapaba, se me escapaba, se me escapaba… y bueno, al final se me escapó.
Me gustaría recomendarte una lista de autores y de libros, pero me quedo con los últimos que me conmovieron: la saga de Los Confines de Liliana Bodoc y El abanico de Seda de Lisa See.
En fin, sólo falta decir que esta autobiografía tiene final abierto. Por suerte, por ahora y menos mal.
Como tengo abono mensual, no tuve que sacar pasaje. Subí y me acomodé antes de que arrancara. Aunque igual, a ese tren se puede subir y bajar en movimiento y no está prohibido sacar la cabeza por la ventanilla ni apoyarse en las puertas del lado del andén.
Yo iba eligiendo y, como cada lunes, me bajé en la estación que más me gustó. Y busqué un kiosco en el andén. Lo encontré. Vendían chicles de batata, alfajores de dulce de cardo, turrón de choclo, garrapiñadas de cuero, qué sé yo. Al final me llevé una bolsita de plumas merengadas, de lo más esponjosas. Y salí de la estación y empecé a recorrer.
Por suerte, las veredas se podían navegar sin inconvenientes y pude ver que algunos árboles todavía usaban pantalón corto y que casi todos los semáforos necesitaban una afeitada urgente. En las vidrieras se podían plantar hélices de aviones, pero en los jardines no, porque justo estaban floreciendo los fideos.
Me puse a sacarle fotos al plumero ilustre de la plaza principal, cuando empezaron a llover papas fritas de diferente grosor.
Por suerte, una señora me invitó a entrar en su casa hasta que parara un poco. Yo la reconocí enseguida por el color de las uñas: era la madre de mi amiga Paulita, así que acepté.
Entramos esquivando papas fritas, cuando ¿qué veo? A Paulita llorando vinagre.
-¡Van a venir los Inspectores de Aves Cluecas!- moqueaba- ¡Nos van a echar del país!
Yo no entendía por qué y no entendí hasta que Paulita me llevó a su cuarto. Abrió la puerta de la mesita de luz y ¿qué había?... una gallina bataraza. Y ¿qué le habían nacido?.. seis pollitos.
La madre se puso a llorar jugo de limón.
-¡¡Cómo pollitos!! ¿No habrá estado empollando huevos, no?
-Ssssí…- se avergonzó Paulita- Le puse seis…
Ah, la tuvimos que retar entre la madre y yo.
-¡Sos un desastre! ¡Un desastre! Si le ponés seis huevos, ¿qué pretendés que le nazcan, a ver?
A Paulita le dio otro ataque de llorar vinagre y la madre lloraba lechuga amarga.
En eso, el timbre.
Corrimos a espiar por la ventana. ¡Y eran los Inspectores de Aves Cluecas!
La madre se secó con un repasador las lágrimas amargas de lechuga y los fue a atender. Les sirvió jugo de triciclo con bocaditos de corcho en almíbar para darnos tiempo.
Había que encontrar una solución muy rápida y ¡ya está!
Convencimos a la tortuga de agua para que se hiciera cargo de los seis pollitos y, en el nido de la gallina acomodamos:
*Una naranja celeste.
*Un jarrón chino.
*Un casco de astronauta.
*Dos saleros.
*Y una sandía chica.
La gallina se echó justo a tiempo porque los Inspectores, mascando el último corcho, entraron a inspeccionar. Todo en regla: sellos, fecha, firma y chau.
A la media hora nacieron: un canario flauta, un sapo violeta, un ciervo, dos pantuflas y un bombero voluntario.
A Paulita y a su madre las condecoró el Municipio y me lo estaban agradeciendo con lágrimas de extracto de vainilla, cuando vi que perdía el tren. Tuve que correr para alcanzar el de las veintisiete y treinta y dos.
Desde la ventanilla las saludé con el pañuelito de arena movediza que me había bordado la mamá de Paulita. Con hilos de corazón de alcaucil lo había bordado. Y de un color tirando a silbidito pálido.
Hermoso, la verdad. Hermoso color.
Iris Rivera
Autobiografía:
Mi papá Oscar y mi mamá Betty aseguran que nací en Buenos Aires, en el mes de junio y en el año 1950. Se acuerdan bien porque ese día hacía frío, había niebla y mi papá se compró un sombrero para festejar.
A los seis años fui a la escuela Nº 9 de Longchamps, de eso ya me acuerdo yo. Y del escándalo que armé el primer día de clases se deben acordar todos los vecinos (los sobreviviente, claro, que no han de ser muchos).
Después de eso, la escuela me empezó a gustar, así que trabajé como docente hasta que tuve ganas de jubilarme (y edad). La gente siempre me señaló que ser docente es una forma segura de ganar poca plata. Entonces me puse a escribir libros, que es otra forma de ganar poca plata, aunque no tan segura.
Hoy por hoy soy una señora seria (a veces) que odia la cocina y los números, y ama los chicos y las letras.
Tengo fascinación por las palabras. Me parece que saben más que nosotros. El lenguaje tiene tanto de andar rodando... seguramente sabe más. Por eso lo combino de maneras diferentes, lo mezclo y lo barajo, lo doy vuelta, lo palpo, lo estrujo, lo acaricio. También lo dejo estar y lo distraigo. Para desprevenirlo. Para que así, sin darse cuenta, de repente suelte algún secreto.
Me parece que escribir literatura se trata de eso. Y leer literatura también se trata de eso.
Escribir es andar por ahí paseando la mirada. La sacás a pasear y la mirada salta, sobrevuela, pavea… pero en alguna cosa se detiene. Como si esa cosa, ese día, tuviera imán. Ese día, porque pasaste por ahí durante años y es la primera vez que la mirada para.
Entonces vas y le hacés caso, porque por algo será. Y algo comienza ahí, algo anotás, algo escribís. Algo que quiere ser palabra es dicho, empieza a decir-se.
Y leer es como darle fuego a una ollita de maíz pizingallo. El fuego es tu mirada de lector. A medida que tu mirada pasa y pasa, los granitos toman temperatura. Uno después de otro, empiezan a abrirse. El sentido estalla acá y ahí y allá. Y movés la ollita y cada vez estallan más rosetas. Muestran lo que escondían. Algunas se abren a medias. Algunas no se abren por ahora. O no se abrirán nunca, qué sé yo. Protegen el misterio.
( Disculpá, ya tomé el rumbo de las plantaciones de alcauciles. Vuelvo al formato de la autobiografía). Tengo también un hermano, un esposo, dos hijos, cuatro sobrinos y un nieto por el que bailo de cabeza, como debe ser. He sido y soy cuñada, nuera, suegra, amiga, vecina y conocida de tanta gente… Con todos esos cargos, no se puede desempeñar demasiado bien ninguno, creeme. Así que con el de escritora, bueno, se hace lo que se puede.
El de docente, ahora que estoy jubilada, me lo juego todo a los talleres de lectura y escritura. Me encantaría parecerme a mi maestra, Laura Devetach, pero se me hace que ni ahí. Gracias si me parezco a mí misma y bastante trabajo que me da.
También soy de visitar escuelas para no sentirme taaaaaan jubilada y porque cualquier escuela tiene como un gustito a “mi casa”, eso es así. El Plan Nacional de Lectura a veces me convoca para andar conferenciando de estas cosas por ahí.
Y así ando: que leo, que escribo, que hablo, que voy, que vengo. Acá tendría que poner otros trabajos que hago o hice y los títulos de algunos libros, pero para qué, si con hacer clic en el ícono de al lado, ya encontrás todo eso. Anoto nomás el último libro que escribí, que no vas a encontrarlo porque todavía no salió. Se llama “El mono de la tinta”. Este es un mono chino que se sienta al lado del que escribe y espera a que termine para tomarse lo que sobra en el tintero. Es un mono milenario del que habla Borges en “El libro de los seres imaginarios” ¿lo conocés? Qué trabajo con ese mono. Se me escapaba, se me escapaba, se me escapaba… y bueno, al final se me escapó.
Me gustaría recomendarte una lista de autores y de libros, pero me quedo con los últimos que me conmovieron: la saga de Los Confines de Liliana Bodoc y El abanico de Seda de Lisa See.
En fin, sólo falta decir que esta autobiografía tiene final abierto. Por suerte, por ahora y menos mal.
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