"Cuenten con nosotros"

Proyecto de Cátedra de la cátedra Lenguaje Visual 3 - Fac. Bellas Artes. La Plata

Tuesday, April 26, 2011

Simbad , el marino


Por las calles de Bagdad, cabizbajo y meditabundo, iba un jovencito. La espalda le dolía bastante a causa de una bolsa muy pesada que llevaba sobre sus hombros. Estaba pensando en lo poco que cobraba con su oficio de cargador, cuando pasó frente a la ventana de la casa de un hombre rico en la que se escuchaban voces y música de fiesta.
—¡Qué afortunados son los ricos! ¡No tienen que andar día y noche llevando sobre sus espaldas todo este peso para poder comer! —pensó en voz alta, Simbad, el cargador, que así se llamaba.
Para su sorpresa, se asomó por la ventana el dueño de casa.
—¿Qué te ocurre, muchacho? —dijo el anciano—. Entra a mi casa. Seguro podrás descansar un rato, ¿cuál es tu nombre?
Enorme fue la sorpresa de ambos, al saber que los dos se llamaban igual. El hombre rico, Simbad, el marino; y el muchacho, Simbad, el cargador.
—Voy a contarte mi historia, y así aprenderás cómo hice para obtener tanta riqueza y, también, vas a saber todo lo que he pasado para alcanzarla.
Los invitados a la fiesta se unieron a Simbad, el cargador, para escuchar el relato de Simbad, el marino. ¡Nunca está de más conocer los detalles de cómo se amasa una fortuna!
Y esto fue lo que contó.
Simbad, el marino, había heredado de su padre un negocio humilde y podía vivir tranquilo con lo que obtenía de él. Hasta que una mañana de primavera, fue al puerto a ver la llegada de un barco cargado de mercancías de distintos lugares del mundo. Y fue en ese momento, en el que se le ocurrió una idea fabulosa: vender el negocio y embarcarse en dicho barco.
Cuando estaban mar adentro, el capitán del barco dio la orden de desembarcar en una isla que se presentaba frente a ellos y que, extrañamente, no figuraba en los mapas.
Cuando la mayor parte de la tripulación estuvo en tierra, la isla empezó a moverse. ¡No era una isla, sino una temible y monumental bestia marina! El capitán fue el primero en escapar al barco; lo mismo sucedió con los marineros más experimentados, y el único que quedó fuera fue Simbad. Solo, entre las olas, sólo contaba con sus fuerzas, las que utilizó para alejarse de la bestia y llegar a nado hasta una isla verdadera.
Era esta la isla de un rey muy generoso que se encariñó con Simbad al escuchar su historia. Lo invitó a vivir con él y a trabajar en su palacio.
Hasta que un día, llegó un barco; con el barco, mercaderes y, con los mercaderes, la segunda idea fabulosa de Simbad: subirse al barco y volver a Bagdad. A pesar de su tristeza, el rey se despidió de Simbad, le deseó mucha suerte y también le regaló un cofre lleno de monedas de oro.
Una vez en Bagdad, Simbad abrió dos negocios y fue dos veces más próspero. Hasta que una tarde de primavera, volvió al puerto a ver la llegada de los barcos, y se le ocurrió ¡la tercera idea fabulosa: vender sus dos negocios y hacerse a la mar!
Y así lo hizo. Subió a un nuevo barco y se lanzó a la aventura. Cuando el barco ancló en una nueva isla, Simbad descendió y decidió recorrerla. La isla era bonita y apacible, tanto que Simbad, entretenido con su belleza, no se dio cuenta de que el barco había partido sin él. Solo y perdido, se introdujo en un pasadizo entre montañas, desde allí emprendió un camino ascendente y siguió sin detenerse hasta que no pudo avanzar más. Algo desconocido le obstaculizaba el camino: un huevo gigante. Pensó en echarlo a rodar, pero la llegada del ave madre lo hizo desistir… Fue entonces cuando tuvo la cuarta idea fabulosa: esperó a que el ave gigantesca se posara a empollar, para atarse al extremo de una de sus patas.
Al tercer día, el ave emprendió vuelo hasta otra isla sin darse cuenta de la existencia de Simbad. Tal era la diferencia de tamaño, que podría compararse con la proporción entre un hipopótamo y un picaflor.
Simbad pudo desatarse y caer en la próxima isla, justo en el momento en el que el ave hacía un vuelo rasante sobre unas piedras brillantes y pequeñas. Simbad guardó todas las que pudo y siguió su camino para pedir ayuda. Atravesó un valle y se encontró con dos campesinos que le informaron que esas piedras eran diamantes que nadie se había animado a tomar por temor al pájaro gigante que los custodiaba.
Días más tarde, llegó un barco al puerto; Simbad se subió, llegó a Bagdad y abrió tres tiendas. Fue tres veces más rico, hasta una mañana de verano en que volvió al puerto y tuvo la quinta idea fabulosa: vender todo, comprar su barco y hacerse a la mar…
Y la historia de Simbad se repitió una y otra vez, las aventuras y desventuras se incrementaron en cada viaje tanto como la fortuna de Simbad.
Así fue como se salvó de ser devorado por una tribu de gorilas que se alimentaban de carne humana; luchó cuerpo a cuerpo con una serpiente marina; escapó de la garganta del mundo y superó todos los obstáculos que alguien pueda imaginarse.
Simbad, el cargador, los miraba con ojos grandes y abiertos como boca de aljibe. No podía creer que ese viejecito hubiese atravesado tamaña cantidad de aventuras.
—¿Te gustaría trabajar para mí? —le preguntó Simbad, el marino—. No puedo ocuparme personalmente de todos mis negocios. Son tantos como las olas del mar.
—Por supuesto —dijo Simbad, el cargador, sin dudarlo, aunque de atender negocios no entendía mucho.
Lo que sí sabía el cargador era que, tratándose de Simbad, el marino, no pasaría mucho tiempo hasta la próxima mañana de invierno en que juntos visitarían el puerto y al ver los barcos, otra fabulosa idea (la decimocuarta, tal vez) tuviera lugar en la cabeza de Simbad. ¿El marino o el cargador? Probablemente, de los dos.






Versión libre de un cuento de Las mil y una noches.
Maru Pons

0 Comments:

Post a Comment

<< Home